miércoles, 30 de marzo de 2011

DURA COMO UN DIAMANTE, Y TAN SENSIBLE COMO LAS ALAS DE LAS MARIPOSAS .....

Los japoneses saben de los efectos de las radiaciones nucleares. Un director poco conocido en Occidente, Kaneto Shindo (1912), recogió esa terrible experiencia en una cinta estremecedora, Los niños de Hiroshima (1952). 

La carrera de cine de este director tan longevo como Manuel de Oliveira, se confunde con l a historia misma del séptimo arte de su país, y no sería exagerado afirmar que ha marcado con bastante éxito todas las rutas posibles: desde el cine antibélico --¡cómo no, si vivió en carne propia la bomba atómica—hasta el de imágenes pobladas de samuráis y leyendas japonesas, que cautivaron a los desprevenidos espectadores mexicanos que acudían a las salas a finales de los setentas en busca de algo más que el realismo sucio de las cintas de ficheras.

Shindo comenzó su carrera en el cine siendo ayudante de decoración en los años treinta para la primer camada de directores nipones como Shintaro Saegusa y Seiji Hisamatsu.

Durante los años cuarenta escribió guiones nada más y nada menos que para los realizadores de los grandes productoras, Kenzji Mizoguchi y Kon Ichikawa. 

Pero el salto definitivo ocurre en 1952, cuando abandona la Shochiku y funda con Kozaburo Yoshimura la Kindai Eiga Kyokai, una productora independiente con la que empuja su primer filme reconocido mundialmente, donde ejerce de director y guionista, Gembaku no ko.

La cinta emparentada con el neorrealismo italiano de posguerra, es considerada, además, de los primero documentos audiovisuales sobre el holocausto atómico, pues su temática, pese a ser una cinta pesimista que tuvo que pasar la censura norteamericana en la isla, se centra en las secuelas dolorosas de quienes sobrevivieron a la bomba.

Takako, la profesora que regresa a Hiroshima para buscar a sus antiguos compañeros de escuela, descubre el infierno que ha dejado "Litltle Boy" en la isla –y no sólo en Europa, como uno por reacción imagina--. Ella aprende que el único consuelo que queda de cualquier contienda es sobrevivir a la tragedia.

“Estoy vivo, lo cual es un consuelo”, dice uno de sus conocidos. Otro le confiesa: “Tengo varios vidrios en mi brazo y cuando me aprieto, todavía me duele, pero no me los saco para recordar ese día”.

La cinta en blanco y negro se paraliza de vez en cuando como si volviera la pesadilla nuclear: un reloj detenido, las f lores marchitas, la gente deambulando en las calles como zombies y el ruido estremecedor de los aeroplanos.

Shindo explora en esa maldad humana que deja estériles a los seres. Enseña que la guerra siempre es mala, “pero todavía podemos confiar en algunas personas”.

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