miércoles, 26 de mayo de 2010

Vientos del Cambio en Mayo de 1968


Cuando lo insólito se hizo cotidiano/

La foto es el emblema de la revuelta parisina de mayo de 1968. En ella, la muchedumbre avanza hacia la plaza de La Bastilla. En su mayoría está integrada por jóvenes de pelo corto y sin corbata. Apenas y se distinguen personas mayores. Sobre los hombros de Jean-Jacques Lebel, un hombre de 32 años que ocupó el Teatro de Odeón, cabalga una mujer de cabello lacio rubio, con flequillo en la frente y mirada solemne. Su brazo izquierdo en alto enarbola la bandera de Vietnam.

La imagen fue captada por el fotógrafo Jean-Pierre Rey. Respira el mismo aire que trasmite el lienzo La Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, en el que se representa el levantamiento popular en el París de julio de 1830 para protestar contra la disolución del Parlamento y el intento de restringir la libertad de prensa.

La joven de la foto se llama Caroline de Bendern (como lo han señalado diversos autores). Emula, sin saberlo, a la mujer que en el cuadro de Delacroix representa a la Libertad, y que guía al pueblo en las barricadas alzando la insignia francesa. No nació en Francia, sino en Inglaterra. No es estudiante, sino modelo. No es proletaria, sino hija de una familia aristocrática. Junto a un grupo de amigos se unió a la manifestación cerca del Jardín de Luxemburgo. Cansada y con los pies adoloridos se aupó en los hombros de Lebel y de allí a la posteridad gráfica.

Las revistas Paris Match y Life publicaron la fotografía de Caroline en su portada. Cuando su abuelo la ve, se escandaliza y deshereda a la nieta.
La banda del club de corazones solitarios del Sargento Pimienta

En junio de 1967, The Beatles lanzaron al mercado el álbum La banda del club de corazones solitarios del Sargento Pimienta, material salpicado de contenidos sicodélicos y experimentales, lleva hasta el límite el rock, integrando a las 13 canciones del disco baladas, piezas de jazz, música de orquesta y melodías de la India. En el collage que sirve de portada aparecen los Beatles vestidos de sargentos al lado de Karl y Groucho Marx, Bob Dylan, Marilyn Monroe, Shirley Temple y muchos personajes más. Tanto el audio como la portada del disco son un catálogo que da cuenta de las inquietudes y horizontes que animan y orientan a la juventud occidental poco antes del estallido del mayo francés. En el mensaje que La banda del club de corazones solitarios del Sargento Pimienta trasmite se encuentran claves sustantivas para leer la revuelta de los jóvenes parisinos.

En una atmósfera crecientemente globalizada por la expansión de la televisión, el cine, el turismo masivo, las telecomunicaciones y la expansión de la literatura marxista, un conjunto de hechos políticos de fuerte sesgo antimperialista fomentó entre los jóvenes una nueva cultura política crecientemente contestataria. Una nueva generación cobra conciencia de que vive una época de rápida y drástica transformación.

El que Caroline de Benderm agitara la bandera del Frente de Liberación Nacional de Vietnam durante la manifestación del 13 de mayo no fue ni excentricidad ni azar. La resistencia del pueblo vietnamita en contra de la invasión estadunidense formaba parte de la cultura política de la juventud francesa. La historia de sufrimiento, heroísmo y grandeza que el David asiático protagonizó contra el Goliat americano suscitó, en los años previos a 1968, una indudable solidaridad. La ofensiva Tet que el Vietcong desató a finales de enero de ese año alimentó la convicción de que era posible derrotar al coloso imperialista.

Francia había vivido ya, en carne propia, en Argelia, los estragos que las guerras coloniales provocan en la juventud de una nación. Entre 1954 y 1962 la dominación gala enfrentó los afanes independentistas del Frente de Liberación Nacional argelino, echando mano de recursos como la tortura, hasta que finalmente tuvo que capitular ante lo inevitable: la independencia de la antigua colonia.

La Revolución Cubana brillaba entonces en todo su esplendor. Mostraba que era factible construir el socialismo a unos cuantos kilómetros del Imperio. Recién fallecido, en 1967, Ernesto Che Guevara comenzaba a convertirse en leyenda. En memoria de su camarada, Fidel Castro decretó 1968 como Año del Guerrillero Heroico. En enero se efectuó el Congreso Cultural en La Habana, al que asistieron muy pocos artistas y escritores del bloque soviético y de los partidos comunistas cercanos a Moscú. En su lugar fueron invitados una amplia gama de intelectuales heterodoxos.

Flotaba en el aire una interpretación de la revolución cultural china (1965-1969) que resaltaba sus aspectos antiautoritarios, y la era de Bandung con el Movimiento de Países no Alineados dejaba sentir su influencia. El tercer mundo le había devuelto al primero la esperanza en la revolución. Inclusive, en Estados Unidos la propaganda del fundamentalismo cristiano conservador, advertía el peligro de que la patria del Tío Sam cayera pronto en las garras del comunismo. Simultáneamente crecía el distanciamiento y la desconfianza hacia las burocracias del este europeo; aquello difícilmente podía ser considerado socialismo.

En otros países europeos cundían el descontento juvenil y los enfrentamientos con la fuerza pública. En la cresta de una oleada de protestas, en marzo del 68, en Milán, Italia, después de un violento desalojo de la Universidad Estatal por parte de la policía, los estudiantes se concentraron en la Universidad Católica. Más de 5 mil jóvenes fueron cercados por las fuerzas del orden. Mario Capanna, uno de los líderes católicos que habían transitado de las misas a las masas, tomó el megáfono y gritó: “Policías, tienen cinco minutos para dispersarse”. Era el signo de los tiempos; era una insensatez, pero era su insensatez preñada de imaginación. Durante un buen rato, los muchachos resistieron las cargas policiales, hasta que fueron tundidos a palos. La anécdota se esparció con rapidez para trascender más allá de los golpes que los estudiantes recibieron.

Abundaba la inconformidad con las promesas incumplidas de la sociedad industrial de consumo. La teoría de la alienación (el no reconocerse en las mercancías que se producen, el extrañamiento de la propia actividad) cobró fuerza. La sociedad moderna –se decía– ofrece altos niveles de bienestar material, pero convierte a los hombres en esclavos de la lógica tecnocrática. Los manuscritos económico-filosóficos de Carlos Marx se convirtieron en un texto de referencia.
Los dos mayos

En 1967 el arte se adelantó a la realidad. Ese año el director de cine Jean-Luc Godard filmó La Chinoise, película en la que, con el formato de un falso documental, retrató el movimiento estudiantil francés un año antes de los hechos de mayo. Casi un año después de que rodó la película, el 13 de mayo de 1968, mientras las calles parisinas se llenaban de barricadas, el mismo Godard, acompañado de François Truffaut y Claude Lelouch, llegó al Festival de Cannes para llevar la llama de la sublevación a “la gran sala de cine”. Roman Polanski, Monica Vitti y Louis Malle, miembros del jurado, anunciaron su adhesión a la protesta, y los directores Milos Forman, Alain Resnais y Carlos Saura retiraron sus filmes. El festival cinematográfico tuvo que ser suspendido.

La clausura de Cannes no fue un hecho aislado. Por el contrario, por todo París la fusión entre éxtasis y política, entre exaltación y misión, entre fraternidad y convivencia, produjeron situaciones así. Enfrentamientos con la policía, huelgas generales, tomas de fábricas, acción directa en las calles, ambiente festivo, debates permanentes. Como señaló René Viénet (Enragés y situacionistas en el movimiento de ocupaciones), lo insólito se hizo cotidiano en la medida en que lo cotidiano se abrió a las sorprendentes posibilidades de cambio.

No hubo un mayo del 68. Como ha explicado Eugenio del Río “hubo dos mayos del 68, que discurrieron en paralelo, bastante separados el uno del otro: el estudiantil y el obrero. El primero se adelantó al segundo, y ambos acabaron por coincidir en el tiempo, aunque el movimiento obrero concluyó antes” (Disentir, resistir).

Al igual que sucede en todos los grandes movimientos de inspiración emancipadora, mayo del 68 inventó un idioma. La fuerza de sus palabras, la vitalidad de sus consignas, perduran hoy día. Ellas son testimonio de la esperanza y la posibilidad de la rebelión que se vivió esos días. Son eco de la profunda renovación cultural que el movimiento catalizó. Fueron la herramienta que se dio la conciencia colectiva que pretendió experimentar con lo nuevo. Fueron el vehículo para transitar en el difícil frente común entre justicia social y libertad individual que se ensayó en aquellas jornadas de lucha.

En una célebre entrevista que Jean-Paul Sartre hizo a Daniel Cohn-Bendit al calor de la sublevación, el dirigente estudiantil señalaba: “Lo importante para nosotros no es elaborar una reforma de la sociedad capitalista, sino lanzar una experiencia de ruptura completa con esa sociedad; una experiencia que no dure, pero que deje entrever una posibilidad: percibimos otra cosa, fugitivamente, que luego se extingue. Pero basta probar que ese algo puede existir” (Realidad social y expresión política). El 68 mostró, efectivamente, que otro algo puede existir.
El anti-68

Cuarenta años después de vivido, se ha puesto de moda criticar al 68. Antes de ser electo como presidente de la república, Nicolas Sarkozy dijo que había que “liquidar” la herencia de mayo del 68. Distinguidos filósofos, algunos de los cuales fueron dirigentes de la revuelta, aplaudieron la ocurrencia y se subieron al viaje de ajustar cuentas con el pasado.

Irónicamente, es la herencia del 68 la que transformó a profundidad la relación entre hombres y mujeres, la que –como señaló el hoy europarlamentario verde Cohen-Bendit– permitió al conservador Sarkozy ser elegido mandatario, a pesar de sus dos divorcios. Y –habría que añadir– la que hizo posible que se casara sin vetos puritanos con una mujer cuyas fotos sin ropa circulan ampliamente por todo el mundo.

El gran filósofo Cornelius Castoriadis, uno de los pensadores que mejor comprendieron la naturaleza de la revuelta, escribió que el 68 fue “la última gran llamarada de los movimientos que comenzaron con la Ilustración”, y que dio continuidad al movimiento emancipatorio de la modernidad. La rebelión fue, según él, expresión del deseo de autonomía que cíclicamente ha irrumpido en la Historia. Una llamarada en la que lo insólito se hizo cotidiano.

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